Los que me visitan

viernes, 25 de noviembre de 2016

El liquidador de seguros

La habitación está oscura, aunque casi es mediodía. Las cortinas están cerradas y son azul marino. Las eligieron de ese color, precisamente, para evitar que entre luz por las ventanas. Así le gusta a don Alberto Ruíz, además, quiere la puerta con pestillo y la llave en el cerrojo. El cuarto guarda espejos, porcelanas y añosos muebles de madera: sillas, armarios y cajoneras conseguidos hace tiempo con algún anticuario. Los remates de antigüedades fueron el pasatiempo con que don Alberto ocupaba sus fines de semana, pero ya no va a ninguno - ¡¿para qué?! -, hoy solo anhela esconderse de la gente. No le gustan las personas; sin embargo, es inevitable que de vez en cuando venga alguien. - ¡Te apuesto que es por plata! -, dice sin pelos en la lengua y casi siempre tiene razón. Vive con Renata, su hija cuarentona y que no sale con nadie. Es la única persona (junto con la señora del aseo, tres veces por semana) que entra en esa pieza. El viejo también tuvo dos hijos, pero formaron sus familias y se marcharon. Nunca volvieron y a ninguno le interesa la salud de su padre pues ni siquiera lo llaman. El anciano nada más les dio lo indispensable - ¡el resto tendrán que ganárselo! -, le comentaba siempre a su fallecida esposa, Josefina Arizmendi. Alberto Ruíz bordea los ochenta años y sabe que su vida termina. Está enfermo y no mejorará. A su cuerpo lo consume la diabetes y tanto, que tuvieron que amputarle el pie izquierdo hasta el empeine meses atrás porque se cortó una uña e hirió un dedo que jamás cicatrizó.Al viejo, y sin saber por qué, de repente se le ocurre esa mañana pedirle a Renata que revise documentos guardados en las cajoneras. Entre ellos, aparece una póliza. Un seguro contratado en una compañía que nadie conoce. - ¡¿Qué extraño, ¡¿cuándo firmé esto?! -, intenta recordar el anciano al lado de su hija. Es un documento escrito a mano, con un timbre notarial en su costado superior derecho. Ambos leen y advierten extrañados que es un seguro contra la tristeza. Por una sola prima asegura la felicidad y; ahora la vida para don Alberto es complicada. Según la póliza, tiene derecho a una indemnización. “SEGUROS VIDA PLENA” dice el papel y buscan ese nombre en las páginas amarillas. No lo encuentran; sin embargo, la parte inferior lleva impreso, en caracteres pequeños, lo que parece un número de teléfono. Allí llama Renata y, para su sorpresa, contesta la suave voz de una mujer. Renata explica que su padre está solo y enfermo. La voz pregunta por la dirección y dice que enviará de inmediato un liquidador.No pasan veinte minutos y suena el timbre. Renata salta de su asiento. Corre sin detenerse hasta la entrada y abre el portón. Ante ella, aparece un hombre de metro noventa por lo menos. Su cuerpo es atlético y su tez morena, usa un sombrero negro. Lo combina con zapatos bien lustrados y un terno a dos botones del mismo color, camisa blanca y una ancha corbata roja. De su mano derecha cuelga un maletín de cuero atiborrado de papeles. - ¡Dios mío, qué buen mozo – piensa Renata sin disimular que lo observa de arriba abajo -, si parece un gentleman inglés! -.-        ¿La casa de don Alberto Ruíz? – pregunta el hombre.
-        Sí – contesta Renata -, soy su hija.
Es una voz grave y cómo de frecuencia modulada. Al escucharlo, Renata siente que una corriente eléctrica se apodera de su cuerpo. Se hace a un costado y deja pasar a la visita al tiempo que intenta alisar su cabello. No recuerda atracción semejante por un hombre alguna vez. Entran en la casa y la mujer enciende las luces de un corredor sin ventanas que termina en la habitación de su padre. Luego, juntos caminan entre espejos, candelabros y muebles con aroma a vetustez. Por su parte, don Alberto, y a pesar de la reunión, no quiso levantarse. Desde su cama ve a Renata abrir la puerta y a un hombre dirigirse hasta su lado. Estrechan sus manos; no obstante, el visitante lo hace con cuidado pues se encuentra frente a una persona enferma.-        ¿Quieren tomar algo? – pregunta Renata.
-        ¡Sí – interviene el viejo con energía -, trae dos cafés y déjanos a solas! –. Su hija obedece en silencio y cierra la puerta.
El hombre mira a su alrededor y encuentra una silla al costado de la cama. La toma y, sin dudarlo, la arrastra hasta sí. Se sienta y se saca el sombrero dejándolo en el suelo. Coloca el maletín sobre sus rodillas. De su interior, extrae una carpeta amarilla en cuya tapa se lee, claramente y en letras negras, las palabras “Don Alberto Ruiz”. El viejo observa y frunce el ceño - ¡¿qué son estos papeles, ¡¿qué tienen que ver conmigo?! -. El visitante abre la carpeta y con lentitud despliega un documento. Mira a don Alberto esbozando una sonrisa mientras introduce una de sus manos en el bolsillo interior de su chaqueta para tomar una lapicera con la silueta inconfundible de la marca Mont Blanc.-        Bien don Alberto – dice el hombre -, ahora nos ocuparemos de su caso.
-        ¡Sí, pero antes quisiera saber su nombre! – exclama el viejo.
-        William. Mi nombre es William.
¡Extraño nombre, su cara me es familiar ...! -, piensa el anciano. Hace memoria y se remonta hasta sus más tempranos años. No recuerda nada, ni siquiera haber visto ese papel. Sin embargo, estudia la firma con atención y concluye que no es falsificada.-        Perdón William – dice don Alberto -, pero no recuerdo este papel.
-        No se preocupe – contesta el hombre -, a todos se les olvida. La póliza fue firmada hace cincuenta años. La época dorada de la compañía, en ese tiempo elegía con pinza a sus clientes. ¡Si usted lo tenía todo para ser feliz!
El anciano calla y su rostro palidece. - ¡¿Quién es este sujeto para hacer un comentario semejante?! -. Don Alberto quiere coger su bastón y levantarse, pero no puede y debe conformarse con seguir en cama. Está a punto de llamar a Renata pues el tipo empieza a angustiarlo. No obstante, y ya con el dedo en el citó fono, algo lo contiene.-        ¡¿Quién es usted, qué significan estos papeles?! – exclama el viejo.
-        Cálmese – contesta el hombre sin mover un músculo de su rostro -, por favor cálmese.
William deja la carpeta junto al sombrero y se levanta para caminar a un costado de la habitación. Don Alberto, mientras tanto, expresa en su rostro una mezcla de rabia y curiosidad. Primero piensa en sacar al tipo de la casa, pero después se acuerda del dinero. El visitante espera quieto hasta que retorna la cordura y luego se acerca de nuevo a la silla, pero esta vez no se sienta y solo afirma las manos en el respaldo. Lo observa todo y nada al mismo tiempo, domina su oficio y las pataletas no son nuevas para él. El paseo no es más que una táctica para calmar a sus clientes.-        Usted conoció a su mujer mientras estudiaba derecho, ¿no es así? – dice de repente William -. Disculpe don Alberto, pero debo preguntarle. ¿Se casó con ella por amor o porque su padre era un eminente juez y profesor?
-        ¡¿Pero quién se cree usted que es – contesta furioso el viejo -, con qué derecho me hace esa pregunta?!
-        Lo siento, es mi trabajo.
-        ¡¿De qué trabajo me habla? ¡Usted vino a pagarme el dinero que me corresponde según la póliza!
William no contesta. Vuelve a alejarse de la silla hacia un jarrón decorado con motivos chinos y puesto encima de un pedestal hecho con madera oscura. Después se dirige hacia una de las ventanas y palpa sus cortinas de seda. Don Alberto lo sigue con la mirada - ¡¿qué quiere este huevón, revisar todas mis cosas?! -, pero a pesar de su molestia es incapaz de pedir ayuda. La situación lo sobrepasa y William tiene razón. Se casó con doña Josefina por interés no obstante que nadie se atrevió a insinuarlo frente a él alguna vez. Don Alberto se rinde y se deja llevar por la habilidad de William.-        Don Alberto – dice William desde la ventana -, ¿leyó usted la cláusula octava del contrato?
-        No recuerdo – contesta el viejo.
-        Dice que, si la tristeza del asegurado es atribuible a un hecho o culpa suya, no recibirá indemnización. Siempre es así, son las personas arquitectos de su destino y responsables por su amargura. No creo que usted sea la excepción.
El comentario flota en un ambiente enrarecido. La puerta se abre sin golpes y Renata entra con una bandeja en sus manos. Trae un par de tazas, un azucarero y un jarro con agua caliente. Con los ojos iluminados y su rostro sonrojado, sonríe al tiempo que mira al visitante. Coloca la bandeja sobre el velador y prepara café sin dejar de observar a William. Después se acerca al hombre y le entrega la taza procurando rozar sus dedos. Lo logra y palpa sus poros y vellos. Su interior se humedece, pero debe volver al velador y preparar otro café para su padre.-        ¿Se les ofrece algo más? – pregunta Renata.
-        No – dice el viejo -, déjanos solos y que nadie moleste.
Don Alberto habla con dureza y la mujer obedece con un dejo de melancolía. Camina hasta la puerta y, bajo el umbral, vuelve a mirar a William con los ojos enrojecidos. Llama al macho suplicando protección; sin embargo, no le queda más que cerrar la puerta con suavidad para lograr un sonido perfecto de la chapa.-        ¡Bien - dice don Alberto una vez que Renata sale -, ahora podemos seguir con nuestro asunto! ¿Para qué tanta pregunta, me va a pagar o no?!
El hombre larga una carcajada al mismo tiempo que deja la taza de café sobre la bandeja sin probarlo. En silencio retorna a la cortina y la abre para observar la calle a través de la ventana. Ve como el sol ilumina el día.-        Las cosas no son tan simples – dice William sin despegar los ojos de la calle -, antes debo averiguar un par de cosas.
-        ¡¿Qué cosas?!
-        Primero necesito saber si usted se casó por amor o interés.
-        ¡¿Qué importancia tiene eso?!
-        Si no contesta tendré que retirarme.
-        ¡Por amor – grita el anciano -, por supuesto que lo hice por amor!
William corre la cortina y algo de luz entra en la habitación. Luego incrusta la mirada en una lámpara con lágrimas de cristal que cuelga del techo. Guarda silencio y su rostro no cambia la expresión. Hace sentir al viejo un mentiroso y en verdad lo es, pero no admitiría ante un extraño que se casó por dinero y que, además, guarda una fortuna en el extranjero.-        ¿Y sus hijos don Alberto, se fueron porque usted los quiso mucho?
-        ¡Si no estuviera inválido, te saco la cresta desgraciado! –exclama con ira el viejo.
-        Es muy simple, si usted me lo pide, me voy.
-        ¡¿Y el dinero?!
-        Ah, le interesa el dinero.
William regresa a la silla y se sienta colocando de nuevo el maletín sobre sus rodillas. Escribe, cabizbajo y concentrado, garabatos ilegibles en el mismo documento que había desplegado en un comienzo. Don Alberto, lívido, observa con sus ojos llenos de asco y rabia. A estas alturas, desea nada más que el tipo se marche y lo deje en paz. Por ningún motivo quiere seguir escuchando sus preguntas. Es un hombre avaro y ambicioso que aguanta todo por dinero, pero también la codicia tiene un límite.-        William – dice el viejo después de un incómodo silencio -, tuve dos hijos mediocres y malagradecidos. Intenté educarlos bien y por eso les di poco. ¿Quiere saber, además, si coopero con el Hogar de Cristo? No me interesa lo que piensen otras personas, usted no es quién para juzgarme. Ya no me importa su dinero y quiero que se vaya.
-        ¡Cómo usted desee don Alberto! – contesta William -, aunque usted me ha caído bien y he conocido casos peores que el suyo. Mi informe no será tan negativo. Volveré mañana con un cheque. No va a ser mucho, pero peor es nada.
Don Alberto calla y mira el techo. William abre su maletín y comienza a guardar los documentos, sin embargo, algunos vuelan al piso y tiene que agacharse para recogerlos uno a uno. Luego vuelve a meter el lápiz en su chaqueta. La visita se pone de pie y estira su mano para despedirse, pero el viejo no despega los ojos del techo. De improviso, toma el citófono y llama a Renata. Transcurren pocos segundos para que esta aparezca. Trae cara de pregunta y se tranquiliza al ver que su padre está bien. Triste y melancólico, pero bien.-        ¡El caballero se va! – dice don Alberto.
-        Muy bien papá.
William vuelve a acomodarse el sombrero en su cabeza y camina hacia la puerta. Pasa cerca de Renata y la roza a propósito. Esta se da cuenta y abre los ojos. Siguen por el corredor uno junto al otro procurando el roce de sus manos. Ya en la entrada, William acaricia una de las mejillas de la mujer y después pasa la yema de su dedo índice por sus labios. Renata se siente cortejada. Con los ojos cerrados espera que él bese su boca, pero aquello no acontece. El hombre retira su mano sin alejar la mirada de su rostro.-        Mañana volveré – dice William.
Ella no es capaz de despedirse y, desde la puerta, solo ve cómo William abre la reja y sale a la calle. Aparenta más altura con el sombrero puesto. Deja a Renata suspirando y con la incertidumbre de si volvería al día siguiente.

El timbre suena a la misma hora. Renata sabe que es él y corre hasta el portón. Llega William tal como lo había prometido. Viste igual y trae de nuevo el sombrero puesto. Ella se queda quieta y contemplando un traje que parece más elegante a pesar de ser el mismo. Ayer el clima estuvo idéntico, pero Renata no se percató. Hace tiempo que lluvia o sol es indiferente para ella, sin embargo, hoy ve llegar la primavera y quiere ser parte de algo que jamás ha conocido.-        Te dije que volvería – dice William.
Ella sueña con un beso, pero William solo acaricia su mejilla y desde lejos - ¡¿qué tengo, por qué no me da un beso?! -. Parece un signo de rechazo, pero Renata opta por no angustiarse pues aún sin besos es hermoso. Entran en la casa y recorren el corredor. La mujer abre la puerta del cuarto y el viejo sigue en cama. William se acerca no intentando saludar. Atrae hasta sí la silla y se sienta cruzando las piernas. Esta vez no trae maletín y coloca el sombrero sobre sus rodillas. Espera a que hable don Alberto puesto que tiene claro que su presencia no es bienvenida.-        ¿Trajo el cheque? – pregunta el viejo.
William no contesta, introduce la mano derecha en su chaqueta y saca un papel doblado. Don Alberto recibe el documento y lo revisa. Es un cheque del Banco Estado y por una no despreciable cantidad. El viejo comienza a reír como un niño y mira los ojos del visitante dando a entender que todo está bien. Es tiempo de que William se vaya y ojalá que para siempre.-        ¿Eso es todo – pregunta don Alberto -, tengo que firmar algo?
-        No, eso es todo.
-        Pues bien, usted conoce la salida.
-        Si, no se preocupe. Fue un placer conocerlo.
William se levanta y vuelve a colocar la silla en su lugar. Se acomoda el sombrero y, sin mirar atrás, camina hacia la puerta. Se marcha para no volver jamás, pero en ese instante, el anciano levanta el torso como si quisiera decir algo. William se da cuenta y se detiene para escuchar.-        ¡William, no recuerdo haber firmado este papel! – dice don Alberto.
-        Usted firmó días después de que le presentaran a su mujer. Al momento de saber quién era su padre. Se lo comentó a un amigo mientras tomaban cerveza en un restaurant, ¿no es verdad?
-        Sí, al pelado Larraín. Le dije que haría cualquier cosa por casarme con esa mujer. ¡Espere…! esa misma noche soñé que un extraño venía a visitarme y, parado ahí dónde está usted, me mostró un papel. ¡Me dijo que si lo firmaba me casaría con Josefina!
-        ¡Tuve la suerte de escuchar ese comentario al tiempo que almorzaba en la mesa de al lado – dice William -, después fui yo quien vino a verlo esa noche!  ¡No fue un sueño!
Don Alberto empieza a recordar y sus dudas se disipan. Mira una vez más a William y comprende porqué su rostro le es familiar. Reconoce al hombre del sueño pues lo tuvo vívido por años en su memoria. Después pasa el tiempo y decide borrarlo de su mente. - ¡¿cómo puede ser, si fue tan solo un sueño y hace tantos años?! -. El hombre no ha envejecido y viste con la misma ropa. No hay canas en su cabello.-        ¡Por favor dígame, ¿quién es usted?! – pregunta angustiado don Alberto.
-        ¿Yo?, tan solo un humilde agente de la compañía. Un simple liquidador de seguros.
William no espera y sale dejando al anciano maldiciendo. Busca a Renata y juntos caminan hasta el portón. Él no suelta su cintura y ella entiende que se va, tal vez para siempre. La mujer se aferra a su cuello mientras el hombre abre el portón con dificultad. Después la aparta y saca un papel de su chaqueta. Lo entrega en silencio y sale a la calle. Renata espera a que William desaparezca por la esquina - ¡Dios mío, daría cualquier cosa porque ese hombre me tomara! -. Solo entonces se preocupa del papel. Al igual que la póliza, está escrito a mano.“Acuéstate y duerme temprano hoy. Intenta soñar conmigo pues vendré apenas la Luna esté en lo alto. No temas que cumpliré con mi promesa.
                                                                                Te quiere William”.






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