Me dirijo a la cocina y lleno con agua la tetera para prepararme un café negro. La dejo hirviendo mientras vuelvo al dormitorio y me abrigo con la única bata que tengo. Mi mujer ronca a pata suelta. Si la despierto, me mata, así que decido salir al patio a recoger el diario antes de que me dé un ataque de risa.
La escarcha tiñe de blanco todo lo que está a la intemperie. El diario está envuelto en una bolsa gris, a pocos metros de la puerta. Intento correr para recogerlo, pero no doy más de un par de zancadas antes de detenerme ante la gruesa capa de hielo que cubre el parabrisas de mi Peugeot 404. La contemplo con asombro mientras me agacho y tomo la bolsa. Enseguida, el frío me obliga a entrar nuevamente a la casa.
Busco el tazón con mis iniciales que mis hijos me regalaron en Navidad y lo encuentro en una de las gavetas de la cocina. Me sirvo ese café negro que tanta falta me hace. Huelo su aroma antes de ir al comedor y sentarme a la cabecera de la mesa. Al fin siento paz para leer y consigo concentrarme en lo que pasa en el mundo. Puede que sea coincidencia, pero doy el primer sorbo y, no sé por qué, abro la página policial. Salta a la vista la foto de un cadáver: “DOS MUERTOS DEJA RIÑA EN UN BAR”, dice el titular. Al parecer, se trató de un ajuste de cuentas entre pandilleros. "¡Gente tan joven, qué absurdo morir así!", pienso sin lograr despegar mis ojos de esa foto. "Es solo una noticia más, ¿por qué me acuerdo de mi madre y de aquella historia que contaba?". Mi madre enviudó joven y mi adolescencia fue difícil. Crecí sin una imagen paterna y la hice pasar rabias. Comenzaba con esa historia cada vez que hacía travesuras: "¿Te acuerdas de aquellos hombres?", empezaba. "¡No quiero que termines como ellos!". Yo no debía tener más de cuatro o cinco años y apenas recuerdo el episodio. Todo sucedió en el pueblo infecto donde nací y al que jamás he vuelto desde que ella murió. No siento nostalgia de ese lugar, pero la voz de mi madre, aquel caserío y esa pregunta se hacen patentes con la foto. Siento como si la estuviera escuchando...
"Cesó la lluvia después de varios días. El ambiente estaba húmedo y soplaba un viento helado que estremecía hasta el alma. Era un pueblo rodeado por bosques impenetrables. Costaba caminar; había que usar calzado de goma para mantener el equilibrio y no quedar enterrado en el barro hasta más allá de las rodillas. Hacía frío, tal vez como nunca en ese invierno.
Fue como al mediodía que vieron aparecer al Trauco por una esquina. Hombre misterioso, callado, con un halo de melancolía y resignación. Le decían así desde su infancia, pues nadie conocía su verdadero nombre, seguramente por su pequeñez y la joroba que sobresalía de su hombro izquierdo. Trabajó siempre en el fundo de los Eyzaguirre. Fue allí donde su madre lo parió y lo crio. Hay gente que asegura que fue un huacho de don Sebastián, ya que, por algo, llegó a ser su capataz y mano derecha.
Fue raro ver al Trauco. Todos se sorprendieron; es más, no entendieron nada. Dicen que tomó un caballo de forma intempestiva o que un bicho lo picó. Por otra parte, así era él: audaz, impredecible, y cuando se le fruncía algo, se convertía en un huracán. No le importó el clima o la lluvia, tan solo partió sin decirle nada a nadie. Lo vieron salir de su casa como un energúmeno. Cerró la puerta de golpe y no pidió permiso pese a que había importantes asuntos que atender en la hacienda. Cabalgó como un animal herido y sin detenerse hasta el pueblo. Llegó con el poncho estilando y el rostro siniestro. Otros dicen que sin expresión alguna ni muestras de rabia o pena. Era gente de frontera que no conocía la tristeza o el dolor, solo la supervivencia.
Aperó el caballo frente al almacén donde por años compró azúcar y café. Desmontó lenta y pausadamente, aunque, a pesar de su aparente calma, sus ojos no disimulaban su furia. Caminó hacia la cantina con la vista al frente y el ceño fruncido. La gente lo vio pasar. Nadie quiso hablarle o saludarlo; tan solo se hicieron a un lado porque le temían y respetaban. También lo admiraban; muchos querían ser como él y llevar una vida salvaje y sin horizontes.
La cantina estaba al otro lado del pueblo. Un sitio escondido tras una fina y barnizada puerta de madera. Los parroquianos la cruzaban y bebían sin que a nadie le importara quién entraba o salía. Se emborrachaban con libertad y desenfreno, pues no había más que hacer en el pueblo. El Trauco se quedó parado con las piernas semiabiertas y miró la puerta con los ojos húmedos de rabia.
- ¡Ruciooooo! – gritó enseguida y de forma destemplada –, ¿dónde estaí, chucha de tu madre?
Fue un grito agudo y desgarrador. Un gemido que parecía, más bien, el final de una enorme bestia. Todo el pueblo lo escuchó; no hubo nadie que quedara indiferente. Algunos sintieron curiosidad y, se podría decir, que hasta morbosidad. Otros, en cambio, sintieron terror. También estuvieron los que pretendieron seguir como si nada. Sin embargo, no hubo más que estar pendiente del Trauco y entender a qué había venido.
Transcurrieron los segundos y nadie contestó. El Trauco siguió con la mirada fija; era un hombre abstraído en su locura, sus problemas o tal vez en un mundo que solo él entendía. Era como si esperara a alguien o quisiera que lo escucharan, pero fue una espera inútil, puesto que no hubo quien escuchara o se diera por aludido. El Trauco comprendió que nada pasaría y, de pronto, se movió hacia la puerta con decisión. Se detuvo a unos centímetros de la madera; es más, le respiraba encima.
Primero la observó con serenidad, queriendo controlar su enojo. Lo intentó, pero no fue capaz de mantener la calma. Le dio una gran patada a la puerta. Esta se estremeció, crujió y cayó como un árbol recién talado. El Trauco se quedó quieto en el umbral y contempló su obra con orgullo. Esbozó una macabra sonrisa que dejó ver sus mal cuidados dientes. Miró todo con desprecio mientras buscaba a alguien que lo regañara. Sabía que nadie se atrevería a decirle nada, ni siquiera el dueño, que se escondió tras un gigantesco mostrador. Todos entendieron que estaba furioso. El local estaba lleno de parroquianos jugando al cacho o al dominó. Reían y bebían hasta que todo fue interrumpido por el Trauco y su espectacular entrada. Era un lugar oscuro y lúgubre. Un bar clandestino, sin patente ni permiso, en un pueblo donde no había autoridad. Detrás del mostrador, que según muchos era una valiosa pieza de museo y tesoro para cualquier coleccionista, había un estante lleno de vodka, whisky, vino, cerveza o del licor que usted quisiera. No había hospitales, escuelas o carreteras, pero se podía beber de todo; alcohol sí que no faltaba.
El Trauco comenzó a indagar con la mirada hasta que encontró un rincón con la mesa más retirada del bar. En ella se divisaba una silueta difícil de distinguir. El Trauco no lo pensó más; su semblante cambió y no le cupo duda de que había dado con lo que buscaba. Comenzó a caminar hacia la mesa. En ella había un hombre bebiendo solo y que, al parecer, esperaba tranquilo. Tal vez el único que no estaba asustado. Era nada más ni nada menos que el Rucio. Otro extraño personaje, su enemigo mortal y único rival. Solo él se habría atrevido a desafiarlo. Siempre se odiaron y ya se habían peleado con pistola, espada y puñal. Dicen que la última vez, el Rucio quedó marcado por una cicatriz que le atravesaba el rostro de lado a lado. Juró venganza y gritó a los cuatro vientos que esto no se quedaría así. Tarde o temprano se la iban a pagar. Era la antítesis del Trauco: simpático, hablador y vividor, de ojos azules y gran éxito con las mujeres a pesar de su horrible cicatriz. Pero, al mismo tiempo, era mentiroso, traicionero y retorcido, capaz de matar a cualquiera por la espalda. Se dedicaba al tráfico de animales y pieles finas; también traficaba con personas, esclavizando a los indígenas de la zona. Permaneció impertérrito y sentado mientras el Trauco se acercaba. Lo dejó venir como si fuese un encuentro inevitable. El Trauco estuvo en breve junto a él; al fin había llegado el momento que por años había anhelado con vehemencia.
—¡Siéntate, Trauco! —dijo calmadamente el Rucio—. Tómate un último vaso de vino conmigo, hazme el favor.
El Trauco no daba crédito a lo que escuchaba. Le invitaba un trago nada menos que la persona que más odiaba en este mundo. Sin embargo, no se dejó impresionar y mantuvo la sangre fría, pues sabía que el Rucio era hábil, siniestro y traicionero. No tendría compasión con él, y en este asunto no existiría la piedad.
El Rucio no era cualquiera y contemplaba la botella como si su enemigo no existiera. El Trauco tomó una silla con violencia e hizo que las patas golpearan el piso de madera. Se sentó con aparente serenidad, pero esa no era más que una estrategia primitiva para enfrentar la vida, aunque esta estuviera en juego. El Rucio hacía ya un rato que lo esperaba. Sabía que vendría, pues al Trauco no le quedaba otra alternativa después del daño que había sufrido y del inmenso dolor que lo aquejaba. No había más que hacer; tendrían que enfrentarse nuevamente, y para ello estaban dispuestos, entregados y preparados. Se conocían bien, eran enemigos y querían matarse, pero al mismo tiempo se respetaban.
El Rucio se ocupó de que hubiera un mantel sobre la mesa, y todo parecía un rito seguido paso a paso. También había un par de vasos y una botella del mejor vino tinto que se podía encontrar en el lugar. El Rucio la chambreó a un lado de la salamandra hace tan solo unos minutos. Tenía la temperatura justa; era un vino suave y tibio, perfecto para una zona de tanto frío, viento y lluvia. Una vez más, estaban frente a frente. El Rucio llenó los vasos dejando que el líquido vertiera lentamente y golpeara el opaco cristal de aquellos vasos. Quiso que se sintiera claramente su sonido, que se viera su color y se esparciera por el lugar su suave aroma. Mientras tanto, el bar se mantenía en un silencio sepulcral. Todos comprendieron lo que iba a suceder y nadie quiso intervenir; era obvio que iba a correr sangre. Algunos quisieron arrancar, corrieron tan aprisa que incluso tropezaron en la puerta derrumbada; otros, en cambio, no se movieron de sus mesas. La curiosidad pudo más, no quisieron perderse un espectáculo por el que muchos hubieran pagado. Pero para el Trauco y el Rucio no había nadie alrededor; solo se miraban uno al otro. Se estudiaban como ya lo habían hecho tantas veces, sin embargo, ambos tenían claro que esta sería la última. Bebían a pequeños sorbos sin descuidarse por un instante y así no dar ni la más mínima ventaja. Continuaron bebiendo; en todo ese lapso no se hablaron, tan solo se observaron como tigres a punto de saltar sobre su presa.
—¿Cómo está Marta? —preguntó sorpresivamente el Rucio.
—Muerta —dijo el Trauco con su rostro inmutable—, yo mismo la maté con mi cuchillo.
El Trauco quizás habló esperando alguna reacción o gesto que lo ayudara a despertar de una pesadilla. Lo que dijo fue brutal, pero no mentía. Había matado a su mujer. Sin embargo, el Rucio permaneció impertérrito, como si lo que había escuchado le causara gracia. Esbozó una sonrisa llena de desprecio y maldad. En el fondo, degustaba su triunfo; al fin saboreaba su venganza. Logró lo que quería: golpear al Trauco en su orgullo y hombría. Había poseído a su mujer. La persiguió por mucho tiempo, pero sin sentir nada por ella. Tan solo buscó destruir el hogar del Trauco, su familia y su intimidad.
—¿Sabes lo último que me dijo de ti? —dijo nuevamente el Rucio.
—No.
—Que lo teníai chico.
Aquellas palabras fueron un golpe bajo y sorpresivo, aunque del Rucio no extrañaba nada. Todos sabían que era capaz de una crueldad sin límites y, con tal de humillar al Trauco, hubiera hecho lo que fuera. Fue realmente una pateadura en el suelo. El Trauco no tenía una mente vivaz y no supo devolver ataque tan certero. El Rucio, luego de contemplar a su enemigo y entender que estaba desvalido, comenzó a reír a grandes carcajadas que invadieron todo el bar. Había sido un triunfo completo, fenomenal y contundente.
El Trauco seguía mudo, aún no asimilaba bien lo que escuchaba y le era imposible reaccionar. Poco a poco, entendió que debía defender su dignidad. Su rostro fue adquiriendo una expresión patética, lo invadió la ira y sintió ganas de matar. El Rucio, equivocadamente, creyó que ya había ganado. Pensó que su rival se iría derrotado, se tiraría de un precipicio o se arrojaría al mar; en fin, poco le importaba. Miró con tranquilidad y soberbia al Trauco, en la creencia de que jamás reaccionaría como un hombre. Sin embargo, cometió un error. El Trauco lanzó un violento golpe sobre la mesa, la agarró de un borde y la levantó por sobre las cabezas. También voló el mantel y los vasos, que se hicieron trizas; no obstante, la botella resistió y rodó por el suelo hasta que una silla la detuvo. Había empezado la pelea, los parroquianos comenzaron a gritar y a avivarlos. Levantaron expectantes los puños y tomaron partido; algunos gritaban por el Trauco y otros por el Rucio. Corrieron las apuestas con dinero, vacas o gallinas, también con sacos de trigo. Voló una silla por los aires, el Rucio la esquivó con agilidad y pasó por un lado de su hombro izquierdo. Luego se levantó y retrocedió unos pasos, se preparó para el ataque y se puso en guardia. Su enemigo corrió hacia él y se le vino encima sin medir las consecuencias. El Trauco no pensaba, solo quería destruir y matar. Se abalanzó sobre su oponente agarrándolo por el torso y dándole el abrazo del oso. Quiso estrangularlo. La expresión llena de angustia que tenía el rostro del Rucio lo decía todo. Luchaba con todo lo que tenía, sin embargo, se estaba sofocando y, por más que lo intentaba, no podía zafarse de aquellos brazos. Tenía los ojos muy abiertos, la lengua afuera y mostraba sus dientes, pues el oxígeno apenas entraba a sus pulmones. El Trauco no cedía, apretaba más y más; ya era muy tarde para hacerlo entrar en razón. De pronto, ambos rodaron por el piso debajo de las mesas. Solo se detuvieron a un lado de la salamandra y el Trauco se quemó uno de sus muslos. Quedó encima del Rucio, que, a su vez, lanzaba desesperados puñetazos que no daban en el blanco. Pero, después de varios intentos, logró pegarle en la nariz. El Trauco comenzó a sangrar y, al principio, trató de disimularlo, pero sintió el golpe y su ataque perdió ímpetu. El Rucio se percató al instante de que era el momento de quitárselo de encima. Hizo una hábil maniobra con los pies y logró empujarlo hacia el mostrador. El Trauco tenía mucha fuerza, sin embargo, era un hombre pequeño y no costó que su cuerpo volara arrasando mesas y sillas. Solo lo detuvo el mostrador. Se quedó quieto, se tocó la nariz y limpió la sangre con sus dedos. Su rostro estaba enrojecido. De un salto, se puso de pie. El Rucio no tenía tanta fuerza, pero aun así, lograba controlarlo con agilidad. La rabia no dejaba pensar al Trauco con claridad y, a veces, actuaba torpemente. Tal vez por eso sacó el cuchillo con el que había matado a su mujer y a todos los que alguna vez lo desafiaron. Se fue en busca del Rucio y lo arrinconó contra la pared. El Rucio también sacó su cuchillo. El Trauco inició su ataque, deseando pelear en serio de una vez. Al principio, fueron estocadas que no daban en el blanco, pero se podía sentir el odio; no había piedad ni miedo. Resistían hábilmente, esquivaban los golpes con frialdad y experiencia. Fueron dos minutos en los que ninguno se hizo daño, ninguno perdía la compostura, pero de pronto, el Rucio tropezó. Nadie sabe por qué perdió el equilibrio y vaciló, dando unos pasos hacia atrás. Su rival no lo pensó y se abalanzó como un animal furioso. El Rucio nada pudo hacer, solo lo vio venirse de nuevo encima, pero como si fuera un mago, con un rápido movimiento, logró clavar su cuchillo en el abdomen del Trauco. La hoja penetró lenta y profundamente, perforando vísceras y estómago. El Trauco, al principio, ni siquiera se dio cuenta. Segundos después sintió el dolor y lanzó un gemido. Luego palpó su herida, vio su sangre y comprendió que estaba herido. No obstante, su fuerza no disminuyó y, con su mano izquierda, sujetó la cabeza del Rucio y lo dejó inmóvil en el suelo. Este se resistió un instante, pero el Trauco, con la otra mano, comenzó a rebanarle el cuello como si fuera un cordero en el matadero. Abrió sus carnes sin misericordia. Vio emanar la sangre de su interior y cómo se iba vaciando lentamente. El Rucio comenzaba a desangrarse, a morir y a cerrar los ojos en silencio. El Rucio murió plácidamente; su rostro estaba pálido y sereno. El Trauco comprendió que todo había terminado y que su enemigo se había ido para siempre. Siguió observando por unos instantes el cadáver del Rucio y, tal vez con vanidad, sintió un extraño alivio acompañado de tristeza. Luego intentó ponerse en pie, pero aún tenía aquella daga enterrada en el estómago. Quiso sacársela de un tirón, pero no pudo, pues el dolor fue insoportable. Dejó escapar un agónico gemido. Su herida era mortal y era cuestión de unos minutos. El Trauco así lo comprendió, supo con resignación que este era su final. En el estante había un gran espejo; observó su rostro y sus ojos, su encorvado cuerpo. Tomó una de las botellas y la lanzó furiosamente hacia él. El espejo se hizo añicos. Todo se vino al suelo con un sonido infernal.
Se trataba de un hombre moribundo. Quiso salir a respirar un poco de aire y sentir las gotas de lluvia golpear su rostro por última vez. Nadie se explica cómo, pero salió a la calle arrastrando sus pies y bajando las escaleras. Se dio cuenta de que el frío era extremo y de que corría el mismo viento helado que calaba hasta los huesos. Miró hacia el cielo mientras la gente se agolpaba a su alrededor; quizás buscaba a Dios o a su madre. Sus piernas flaquearon y cayó de espaldas en el barro.
Agonizaba, pero nadie quiso socorrerlo, pues inspiraba tal temor que los del pueblo solo quisieron verlo morir como si fuera una atracción de circo. El Trauco no les dijo una palabra, tampoco pidió ayuda. Tan solo un niño se atrevió a salir de todo ese tumulto. Al principio, se asomó con timidez, pero luego corrió y se arrodilló a su lado. Le acarició la frente y limpió el barro de su rostro. También le sonrió con gentileza. Fue el único que entendió que se trataba de un ser humano moribundo que se estaba despidiendo de este mundo.
—Niño —dijo el Trauco, ya exhausto—, no sé quién eres ni de dónde saliste. Por favor, ciérrame los párpados, no quiero morir con los ojos abiertos...
Dio enseguida un último suspiro y todo terminó. El Trauco murió con los ojos abiertos, y fue aquel niño quien cerró sus párpados para siempre."
...Y sí, aquel niño soy yo. Como les dije, apenas recuerdo el episodio y no guardo ese rostro moribundo en mi memoria. Sin embargo, mi madre nunca perdió oportunidad de recordarme aquella historia, de la cual, según ella, fui partícipe. Siempre la escuché con atención, a pesar de las veces que me suplicó no seguir ese camino.
Y, al parecer, seguí su consejo. No me pregunten cómo, pero entré a la universidad en Punta Arenas y, apenas me titulé de auditoría, me vine a Santiago. Tengo un buen trabajo y formé una familia. Mi madre murió hace dos años y, esté donde esté, sé que está orgullosa de mí.
Alguien me da un abrazo por la espalda y un beso en la mejilla. Es mi mujer, aún con cara de dormida. No la sentí venir.
—¿Quieres tostadas con huevos revueltos? —pregunta.
No contesto, pero sonrío y mis ojos se iluminan. No se necesitan las palabras. La sonrisa es respuesta suficiente para ella, y me lanza un beso con sus dedos desde el umbral de la cocina.
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