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miércoles, 11 de junio de 2025

Tres días en Buenos Aires: un reencuentro con la nostalgia..


    Estuve apenas tres días en Buenos Aires. Y no me arrepiento, ni por un instante. Más bien, me siento reconciliado con una deuda antigua. Argentina siempre estuvo en mi ruta: conocí los vinos y la luz de Mendoza, los lagos intensos de Bariloche, las sierras amables de Córdoba, el tránsito por tierra hacia el Uruguay. Pero me faltaba ella, su capital: Buenos Aires. No una ciudad más, sino un mito.

    Apenas llegué, en medio del tránsito apurado de un día cualquiera, me vi de pronto frente al obelisco. Así, sin anuncio, como si la ciudad no esperara menos que sorprenderme. El monumento (afilado, blanco, silencioso) se alza como una aguja clavada en el pecho de la ciudad, justo donde se cruzan las avenidas 9 de Julio y Corrientes. El vértice exacto donde todo vibra.

    Corrientes, con su aire de teatro y de tango, se enciende cuando cae la noche. Es un pequeño Broadway del sur, donde el bullicio se mezcla con el aroma del café y la promesa de una función. Allí entendí que Buenos Aires no duerme: se transforma.

    Hay algo europeo en su traza. Las anchas avenidas, los parques majestuosos, los edificios que dialogan entre la arquitectura francesa, la italiana y la criolla. El Libertador, flanqueado por monumentos y árboles que susurran historias, me recordó el París de los libros. Y, sin embargo, hay algo profundamente latinoamericano en cada esquina: una melancolía dulce, una elegancia sin ostentación, una herida abierta que se convierte en arte.

    Caminé entre las calles peatonales Florida y Lavalle. En ese cruce, el alma comercial y el pulso popular de la ciudad se hacen uno. Música callejera, librerías añejas, oficinas, turistas y locales: todo en una coreografía involuntaria, pero perfectamente ensamblada.

    Por la mañana, cumplí un ritual inevitable: la Plaza de Mayo. Frente a la Casa Rosada, me detuve a pensar en la historia convulsa de un país que ha sabido resistir y reinventarse. Entré a la catedral para rendir homenaje al General San Martín. Allí, bajo la penumbra y el mármol, descansan los sueños de una América libre.

    La tarde me llevó al barrio de La Boca. Caminito, con sus casas de chapa pintadas de colores imposibles, es una postal que sigue viva. Turística, sí, pero auténtica en su espíritu. Allí el tango no se escucha: se respira. Se desliza por las paredes, por los balcones y las miradas de los que bailan sin pedir permiso.

    El almuerzo fue en Puerto Madero. Las antiguas construcciones portuarias de ladrillo han sido transformadas en un paseo moderno de parrillas, trattorias y terrazas al borde del agua. Hay algo magnético en ese contraste: la historia industrial se funde con el presente cosmopolita. Me senté al sol, frente al río, a saborear un corte de carne que parecía hecho para reconciliar al cuerpo con la vida.

    Por la noche asistí a un espectáculo de tango. Y fue mucho más que eso: fue una lección de bandoneón, una zambullida en la voz de Gardel, un viaje al universo desgarrado de Piazzolla. Fue  un encuentro con lo más profundo del alma porteña. Hay en el tango un dolor que no pide lástima, una pasión que no busca público. Es íntimo y universal. Como Buenos Aires.

    A la tarde siguiente navegué el delta del Tigre. Subimos a un pequeño barco que se abrió paso entre riachuelos y casas sobre pilotes, como si el tiempo allí transcurriera de otro modo. El sol me acompañó en esa aventura fluvial, y al mirar el cielo abierto sobre el delta, sentí que era una despedida perfecta.

    Al otro día, el vuelo de regreso. Partí con la maleta liviana, pero con el corazón rebosante. Tres días en Buenos Aires bastaron para dejar una huella indeleble. No fue solo un viaje: fue un descubrimiento. O quizás, como suele pasar con los grandes destinos, una parte de mí que volvía a casa sin saber que ya había estado ahí.


    Saludos.

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