Para quienes siguen la política nacional, su nombre no es nuevo. Fue subcontralora durante la administración de Jorge Bermúdez, con quien protagonizó un conflicto que hizo temblar a la propia Contraloría. Bermúdez intentó destituirla sin éxito. Pero no se quedó ahí: hizo cuanto pudo para bloquear su ascenso.
Sin embargo, el destino da vueltas. Hoy, Dorothy Pérez vuelve como la máxima autoridad del organismo encargado de fiscalizar el aparato estatal. Y con su llegada, las alarmas vuelven a encenderse. No solo por su turbulento historial, sino porque nuevas denuncias estremecen los pasillos del ente fiscalizador.
Una de ellas, en particular, impacta por su magnitud: 25.000 licencias médicas fraudulentas entregadas a funcionarios públicos.
No estamos hablando de un error administrativo ni de una cifra inflada. Esto es un verdadero golpe al corazón del Estado. Un agujero millonario al erario fiscal. Una muestra de complicidad sistémica.
El caso de las licencias truchas no solo revela debilidad en los controles internos del Estado. Lo que asoma, sin maquillaje, es algo mucho más grave: complicidad, desidia… y una sinvergüenzura institucionalizada.
Porque no basta con tener organismos fiscalizadores en el papel. La Contraloría tiene, por mandato constitucional, la responsabilidad de velar por la legalidad de los actos administrativos.
Pero si esa tarea queda en manos de autoridades cuya independencia ha sido cuestionada, o que arrastran conflictos no resueltos, ¿qué garantías tiene el ciudadano común? ¿Qué confianza puede depositar la ciudadanía en que esta vez sí habrá consecuencias reales?
Y lo hacen amparados por un sistema que, en teoría, existe para servirnos a todos... pero que, en la práctica, hace vista gorda y protege de manera corporativa a los que trabajan para el Estado.
Lo más indignante de todo esto es que no se trata de hechos aislados. Lo de las licencias truchas es solo un síntoma de algo mucho más profundo: el aparato estatal chileno lleva años engordando sin control, llenándose de personal contratado a dedo, de operadores políticos con sueldos millonarios, de cargos duplicados y funciones que nadie fiscaliza.
Mientras tanto, desde el Congreso y La Moneda, muchos políticos, en especial desde la izquierda, siguen presionando por nuevas reformas tributarias con el mismo argumento de siempre: que el Estado necesita más recursos para cumplir su función social.
Porque mientras suben los impuestos a la clase media, a los emprendedores, a los que realmente mueven este país, no se toca ni con el pétalo de una flor a los verdaderos intocables del sistema: los que se esconden detrás de escritorios públicos, blindados por la burocracia, las redes partidarias y el miedo a decir las cosas por su nombre.
El problema no es la falta de dinero. Es la forma en que se lo roban. Con elegancia, con papeles firmados, con sellos institucionales… y a plena luz del día.
La verdadera riqueza de los países desarrollados no está bajo tierra ni en bóvedas de bancos: está en su gente. En su capital humano. Es decir, en la calidad de su educación, en el compromiso con la legalidad, en el respeto al otro, y en una escala de valores que privilegia el mérito, el esfuerzo y el trabajo honesto por sobre el oportunismo.
En esas naciones que admiramos por su orden, su bienestar o su eficiencia, la trampa no es motivo de orgullo, sino de vergüenza. Allá, el que defrauda al sistema es sancionado. Aquí, muchas veces, es premiado con un nuevo cargo o una jubilación anticipada.
Y entonces cabe preguntarse: ¿qué clase de país queremos ser?
¿Queremos realmente avanzar hacia el desarrollo? Entonces no basta con reformas tributarias ni con discursos de igualdad. Hace falta una transformación más profunda: una revolución ética. Una que empiece por reconocer que sin responsabilidad individual no hay progreso colectivo.
La llegada de Dorothy Pérez a la Contraloría podría marcar un punto de inflexión en la forma en que el Estado fiscaliza y protege los recursos públicos. No porque su sola presencia baste, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, existe la posibilidad de empezar a revertir una cultura de impunidad que ha corroído al aparato público desde adentro.
Pero esa posibilidad solo se concretará si se le permite ejercer su cargo con plena independencia. Si la clase política no cae, una vez más, en la tentación de blindar a los suyos. Si no vemos la ya clásica defensa corporativa de lo indefendible, que tanto daño ha hecho a la credibilidad de nuestras instituciones.
Porque esta no puede ser solo otra página en la larga historia del “todo cambia para que nada cambie”.
Quizás aún estamos a tiempo.
Saludos.

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