Ortega habla de la masa, pero no en el sentido tradicional que remite a una clase obrera o a los sectores más desfavorecidos de la población. Para él, la masa es un fenómeno espiritual. Es el "hombre medio", ese sujeto que, sin haber realizado esfuerzos propios para conquistar el conocimiento o el poder, se siente con el derecho incuestionable de opinar, de exigir, de decidir. Es, como él mismo lo denomina, el "señorito satisfecho", un niño mimado de la historia que ha heredado un mundo de derechos y libertades, pero que no siente ninguna responsabilidad hacia él.
La masa, en la visión orteguiana, no es una realidad numérica, sino cualitativa. Es una forma de ser. El hombre masa puede encontrarse en cualquier clase social. No es el pobre ni el rico: es quien no se interroga, quien no duda, quien no se exige. Su característica principal es la autocomplacencia. Cree que todo lo que tiene, comodidades, libertades, tecnología y servicios, le ha sido dado por el simple hecho de existir. No reconoce el esfuerzo acumulado de generaciones que hicieron posible ese mundo. Por eso, no lo cuida. No lo defiende. Y peor aún: se siente con el derecho de despreciarlo, de desmantelarlo en nombre de una modernidad mal entendida.
Frente a este sujeto colectivo, Ortega propone la figura del hombre excelente: aquel que no se conforma con ser lo que es, que se exige, que se pregunta por el sentido de su tiempo y que busca perfeccionarse. Este hombre, que puede pertenecer a cualquier estamento social, se diferencia por su conciencia histórica y su vocación de responsabilidad. Ortega no es un elitista en el sentido tradicional; su crítica no va dirigida a las masas en sí, sino al espíritu de dejadez que puede invadir a la sociedad cuando se abandona la exigencia personal.
Uno de los aspectos más inquietantes del libro es su denuncia de la "hiperdemocracia", ese proceso mediante el cual la igualdad se transforma en uniformidad, y la diversidad de pensamiento se reduce a un consenso forzado. Ortega advierte que, al eliminar toda diferencia en nombre de una falsa equidad, se termina por nivelar hacia abajo. Ya no se valoran los méritos, las trayectorias ni las ideas originales, sino que se impone el mínimo común denominador. En ese contexto, el saber pierde autoridad, la experiencia se relativiza y la cultura se banaliza.
Este fenómeno, decía Ortega en los años treinta, había sido favorecido por la expansión de la técnica, la prosperidad económica y la difusión de la educación. Elementos, todos ellos, positivos en sí mismos. Pero que, sin una formación espiritual, sin una guía ética, terminan por vaciarse de sentido. Así, el hombre masa, satisfecho y lleno de derechos, se convierte en el actor dominante de la vida pública, desplazando a las minorías lúcidas que deberían orientar el rumbo de la sociedad. No porque sean "mejores" en un sentido clasista, sino porque han cultivado la disciplina interior que les permite ver más allá del corto plazo.
Ortega no es un reaccionario. Su crítica a la masa no es una nostalgia por el viejo orden ni una apología de las jerarquías tradicionales. Muy por el contrario, valora la democracia liberal, defiende la libertad individual y celebra los avances de la modernidad. Pero advierte que esos logros corren el riesgo de desintegrarse si no se sostienen en una cultura del esfuerzo, del mérito y de la conciencia histórica.
En este punto, su diagnóstico coincide profundamente con mis propias inquietudes. ¿De qué sirve vivir en una sociedad democrática si no comprendemos sus fundamentos? ¿Qué sentido tiene gozar de derechos si hemos olvidado las luchas que los hicieron posibles? ¿Podemos realmente progresar si renunciamos a la exigencia de pensar, de discernir, de elegir con responsabilidad? Ortega recuerda que el Estado y la Nación no son productos naturales. No brotan como flores en primavera. Son construcciones históricas, frágiles, que requieren cuidado, renovación y compromiso. El hombre masa no lo ve así. Para él, las instituciones existen por inercia. Cree que la libertad, la justicia o la paz están garantizadas, como si fueran parte del paisaje. Pero nada está garantizado. Todo puede desaparecer si no lo cultivamos.
En el fondo, La rebelión de las masas es un llamado a la responsabilidad individual. A no dejarnos arrastrar por la comodidad mental, por la opinión fácil, por el conformismo cultural. A no caer en la tentación de creer que basta con participar, con estar presentes, con tener una voz, si esa voz no se ha formado, si no está respaldada por una reflexión profunda.
Hoy, en tiempos de redes sociales, de discursos simplificados, de cancelaciones ideológicas y de histerias colectivas, la advertencia de Ortega resuena con fuerza. ¿No vivimos acaso una nueva forma de masa, mucho más volátil y ruidosa, que impone sus temas, sus lenguajes, sus juicios morales? ¿No se ha vuelto peligroso disentir, plantear matices, sostener una opinión impopular? ¿No hemos reemplazado el diálogo por el monólogo colectivo?
Ortega no ofrece soluciones fáciles. No entrega recetas. Pero su texto invita a resistir la marea, a defender la singularidad del pensamiento, a reivindicar la tarea de la inteligencia como guía de la acción. Quizás ahí esté su mayor legado: en recordarnos que la civilización no es el resultado del número, sino de la calidad. Que el verdadero progreso exige. Y que sin hombres y mujeres conscientes, cultos y responsables, ninguna sociedad se sostiene.
En resumen, La rebelión de las masas no es solo una obra de crítica social. Es, sobre todo, un acto de amor a la cultura, una defensa del pensamiento, una advertencia sobre los peligros del olvido y de la mediocridad consentida. Es un espejo en el que podemos y debemos mirarnos.
¿De qué nos sirve vivir sin conciencia histórica si corremos el riesgo de caer, nuevamente, en un estado involutivo?
Saludos.
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