Se me sale el alma del cuerpo cada vez que lo pierdo o no lo tengo ante mis ojos. Por fortuna, eso no ocurre muy seguido, pues lo cuido como si fuera un tesoro.
Toco el cielo con cada una de sus páginas. Repito sus versos en voz alta casi todos los días, a cualquier hora y en cualquier lugar. A veces lo hago delante de la gente, y no me importa que miren o me crean loco. No puedo dejar de leerlo, aunque lo intenté en muchas ocasiones. Pero necesito este libro como si fuera el aire que respiro.
Lo llevo a todos lados bajo el brazo y no necesito más para estar en paz. Es por eso que, cuando no lo tengo a mi lado, lo busco y lo encuentro enseguida. Entonces, palpo su cubierta y sus hojas, ya un tanto amarillentas por el paso de los años. Después, releo sus poemas una y otra vez, y sin querer, nuevas sensaciones me invaden. Una misma palabra o un mismo verso cobra un significado diferente en cada lectura.
Debe ser ese “algo” que tiene la poesía. Es curioso que esto me ocurra solo con este libro y no sé por qué es tan imperioso tenerlo entre mis manos, sentir su olor y la textura del papel. A veces me asusto y quiero pensar que es solo un libro. Podría comprar otro o leer otros versos; sin embargo, solo en sus poemas encuentro calma.
Son las nueve, y el metro está repleto. Casi todos están de pie y algunos se miran las caras. Otros, ensimismados, miran al piso. Nadie sonríe. Es la misma tristeza y ansiedad de todas las mañanas. Por suerte, encuentro un asiento junto a la ventana y corro para que nadie me lo quite. A mi lado está una mujer de pelo negro con un niño en brazos.
El tren pasa por un túnel y aún falta para la próxima estación. Decidí abrir mi libro en la página cuarenta y aprovechar el tiempo antes de llegar a la oficina. A mi alrededor, algunos se dan cuenta de que leo poemas. Unos me miran raro; otros, con indiferencia. No faltan los que expresan con el rostro su desprecio. Me da risa. A veces recito en voz alta solo para incomodarlos. Me gusta ser parte del club de los incomprendidos.
El niño coloca sus manos sobre el libro y comienza a jugar mientras sonríe. Su madre intenta sujetarlo y le dice que se quede quieto, luego me pide perdón con un gesto. Al parecer, la mujer también lee el libro por encima de mi hombro. No me molesta; al contrario, me hace sentir bien. Noto que sus ojos se iluminan. Ya no es fácil encontrar gente que sienta la poesía. ¿Por qué nadie se da cuenta de lo importante que es un verso en nuestras vidas?
— ¿Quién es el autor de esos poemas? —pregunta la mujer.
—No importa quién los haya escrito —respondo—, sino qué sientes al leerlos.
Es una mujer de piel morena y baja estatura. Usa el pelo corto y crespo como una enredadera. Es poco agraciada, pero hay algo especial en su sonrisa. Su hijo también tiene el pelo oscuro y los ojos pardos. No tiene más de dos años y ha heredado la misma sonrisa de su madre. Apenas he cruzado palabras con ellos, pero me caen bien. La gente se amontona en el vagón, pero solo ellos me interesan. Me doy cuenta de que ella quiere tomar el libro, y no dudo en entregárselo. Aquella sonrisa me inspira una confianza que rara vez siento.
Empieza a hojearlo desde la primera página, tal y como deben leerse todos los libros. Pienso que sabe algo de poesía; quizás no soy el único poeta en el mundo. El tren se detiene y ella me devuelve el libro apresuradamente. Luego toma a su hijo y se levanta. No alcanzo a decirle nada, y ella se despide moviendo los dedos de su mano derecha justo cuando se ilumina la estación. Corre hacia la puerta y baja sin mirar atrás. Me gustaría volver a verla y prestarle un libro de poesía.
La gente entra y sale como hormigas. No pasa un minuto, las puertas vuelven a cerrarse y el tren reanuda su marcha. La mujer y el niño ya no están, y siento un vacío aunque otro ocupe su lugar. Es un hombre de aspecto común, con barriga y canas. Ambos nos miramos. Me doy cuenta de que es de esas personas indiferentes a la poesía. Lee la tapa del libro y aparta la mirada. Supongo que no le interesa; cabizbajo, se queda mirando al suelo. No le presto más atención. Me doy cuenta de que estoy solo. Yo y mi libro, lo único importante.
Debo bajar y no podré leer hasta la tarde. Guardo el libro con tristeza en mi bolsillo. - ¿Y si yo decidiera ser poeta? -, me pregunto. No me queda más que despertar al hombre de un codazo para llegar a la puerta. Él recoge sus piernas para dejarme pasar, pero se mueve de mala gana y me dedica un garabato en voz baja.
Todos se amontonan. Son autómatas. Apenas se abren las puertas, bajan a empujones y corren en todas direcciones. Me irritan las multitudes, pero caigo en el juego. Me dirijo a la escalera mecánica, usando a la gente como camuflaje, sin saber de qué me escondo. - ¡No quiero vivir así, no quiero ser como ellos! -. Pienso mientras subo observándolos como máquinas.
Unos metros bastan para salir de la muchedumbre. Respiro hondo y la tranquilidad vuelve. Me voy a un rincón para estar solo. Aún tengo unos minutos y, con un pañuelo, seco mi transpiración. No quiero salir a la calle todavía y recorro la estación a paso lento. A propósito, me detengo en las pastelerías para matar el tiempo. También en el local de libros usados, buscando otra copia de mi libro. Durante años hice lo mismo y nunca encontré otro ejemplar. Tampoco lo he visto en manos de alguien más.
No hay poetas entre la gente. Solo quienes corren a sus trabajos con rostros sombríos, huyendo de algo que los devora. No sonríen. - ¿Serán los poetas quienes están llamados a eliminar tristezas? - me pregunto, sin respuesta.
Salgo a la calle y el sol golpea mi rostro. Es un día de primavera y pronto hará calor. El ruido de los micros es ensordecedor. El comercio abre sus puertas y yo corro como el resto. - ¿Cuándo dejaré de correr? -. Esta no es la vida de un poeta. Necesito encontrar a alguien como yo para no volverme loco. Quiero cambiar la rutina de mi existencia. ¡Sentirme y ser poeta, esa es mi misión! Pero uno de verdad, como lo fueron Huidobro, Neruda y la Mistral. Anhelo el silencio para escribir.
A unos metros veo a un grupo de gente y me acerco. Entre ellos, un hombre lee la Biblia en voz alta, con convicción y valentía, y noto la seguridad en su discurso. No es un poeta, al menos no como los que busco, pero es lo más parecido a uno que he visto esta mañana. No teme al ridículo y logra captar la atención. Algunos lo miran como a un loco, otros pasan de largo, pero también hay quienes lo escuchan con interés.
Me quedo unos minutos y siento algo distinto en mi interior. Luego me alejo, pero la imagen del hombre sigue persiguiéndome. Un impulso irresistible me hace detenerme en medio de la peatonal. Abro mi libro y comienzo a recitar en voz cada vez más alta. La gente se aglomera a mi alrededor con sus rostros incrédulos, pero me siento libre como nunca antes. Esta es la poesía que busco.
La gente me aplaude y eso me halaga. Me piden que siga recitando y nada me da más placer. Me emociono ver que a otros también les gusta. No me interesa nada más. Recién ahora comprendo lo que es la poesía: el todo o nada. Con cada línea, con cada rima, me siento más poeta. Soy feliz, y eso es lo único que importa.
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