Los que me visitan

viernes, 25 de noviembre de 2016

Poesía

“El hombre imaginario vive en una mansión imaginaria rodeada de árboles imaginarios a la orilla de un río imaginario.”

Nicanor Parra


Se me sale el alma del cuerpo cada vez que se pierde o no lo tengo ante mis ojos. Por fortuna, eso no ocurre muy seguido pues lo cuido como si fuera un tesoro.

Toco el cielo con cada una de sus páginas. Repito sus versos en voz alta casi todos los días a cualquier hora y en cualquier lugar. 

A veces lo hago delante de la gente y no me importa que miren o me crean loco. No puedo dejar de leer a pesar de que he querido hacerlo en tantas ocasiones, pero necesito de este libro como si fuera el aire que respiro.

Lo llevo a todos lados debajo del brazo y no pido más para estar en paz. Es por eso que cuándo no lo tengo a mi lado lo busco y lo encuentro enseguida. Luego, palpo su cubierta y también sus hojas ya un tanto amarillentas por el transcurso de los años. Después releo sus poemas una y otra vez y sin querer me invaden nuevas sensaciones. Una misma palabra o quizás un mismo verso cobra sentido diferente con cada lectura.

Debe ser ese algo distinto que tiene la poesía. Es curioso que esto me ocurra solo con este libro y no sé por qué es imperioso tenerlo entre mis manos. Sentir su olor y la textura del papel. Hay veces que me asusto y quiero pensar que es solo un libro. Puedo comprar otro o leer otros versos, sin embargo nada más en sus poemas me cobija la calma.

Son las nueve y el metro está repleto. Casi todos están de pie y algunos se miran las caras. Otros, ensimismados, colocan sus rostros con dirección al piso. Nadie sonríe.

 Es la misma tristeza y ansiedad de todas las mañanas. Por suerte, encuentro un asiento junto a la ventana y corro para que nadie me lo quite. Al lado se encuentra una mujer de pelo negro con un niño en sus brazos.

El tren pasa por un túnel y aún falta para la próxima estación. Decido abrir mi libro en la página cuarenta y aprovechar el tiempo antes de llegar a la oficina. A mi alrededor, se dan cuenta que leo poemas. Unos miran raro y otros con indiferencia. No faltan los que expresan con el rostro su desprecio. Me dan risa, hay veces que recito en voz alta solo para molestarlos. Me gusta ser parte del club de los incomprendidos. El niño coloca sus manos sobre el libro y comienza a jugar al tiempo que sonríe. Su madre intenta sujetarlo y le dice que se quede quieto, luego me pide perdón con un gesto de su cara. Al parecer, la mujer también lee el libro por sobre mi hombro. No me molesta, es más, me hace sentir bien. Noto que se iluminan sus ojos, ya no es fácil encontrar gente que sienta la poesía. ¿Por qué nadie se da cuenta de lo importante que es un verso en nuestras vidas?

-                 ¿Quién es el autor de esos poemas? -pregunta la mujer.


-         No importa quién los haya escrito – contesto -, sino qué sientes al leerlos.


Es una mujer de piel morena y estatura baja. Usa el pelo corto y crespo como una enredadera. Es una mujer poco agraciada, pero hay algo en su sonrisa. Su hijo también tiene el pelo oscuro y sus ojos son pardos. No tiene más de dos años y heredó la misma sonrisa de su madre. Casi no he cruzado palabra con ellos, pero me caen bien. La gente se apiña en el vagón, sin embargo, solo ellos me interesan. Me doy cuenta que ella quiere tomar el libro y no dudo entregárselo en sus manos. Aquella sonrisa me provoca una confianza que rara vez he sentido. Comienza a ojearlo desde la primera hoja y es así cómo debe hacerse con todos los libros. Pienso que sabe algo de poesía, quizás no soy el único poeta en el mundo. El tren se detiene y ella me devuelve el libro con premura, después toma a su hijo y se levanta del asiento. No alcanzo a decirle nada, se despide moviendo los dedos de su mano derecha justo en el instante que se ilumina la estación. Corre hacia la puerta y baja sin mirar atrás.

Me gustaría volver a verla y prestarle un libro de poesía.

La gente entra y sale, parecen hormigas. No pasa un minuto, las puertas vuelven a cerrarse y el tren reanuda su marcha. La mujer y el niño no están, siento un vacío aunque otro ocupe el lugar.  Es un hombre de rasgos normales, tiene barriga y canas. Ambos nos observamos. Me doy cuenta que es de aquellas personas indiferentes a la poesía. Lee la tapa del libro y despega la mirada. Imagino que no le interesa pues, cabizbajo, se queda con los ojos perdidos en el piso. No le presto más atención y entiendo que estoy solo. Yo y mi libro, es lo único importante. Debo bajar y no podré leer hasta la tarde. Guardo el libro con tristeza en mi bolsillo - ¿y si yo decidiera ser poeta? -, me pregunto. No me queda más que despertar al tipo de un codazo para ir a la puerta. Me levanto y el hombre recoge sus piernas para dejarme pasar. Se mueve de mala gana y con su rostro, además de un garabato en voz baja, manifiesta su molestia. Todos se amontonan. 

Son autómatas, apenas se abren las puertas bajan a empujones y corren en distintas direcciones. Me irritan las multitudes y caigo en el juego. Me dirijo a la escala mecánica como si la gente fuera un camuflaje y no sé de qué me escondo. - ¡No quiero vivir así, no quiero ser como ellos! -, pienso mientras subo observándolos a todos como máquinas.

 Unos metros bastan para salir de la muchedumbre. Respiro hondo y vuelve la tranquilidad, pero me voy a un rincón para estar solo. Aún dispongo de unos minutos y con un pañuelo seco mi transpiración. No quiero salir a la calle todavía y recorro la estación a paso cansino. A propósito, me detengo en las pastelerías para matar el tiempo. También me detengo en el lugar que vende libros usados para buscar otra copia de mi libro. Por años he hecho lo mismo y no encuentro otro ejemplar. Tampoco lo he visto en manos de otra persona. Miro y no hay poetas entre la gente. Solo existen los que corren a sus trabajos con rostros sombríos y huyendo de algo que los devora. No sonríen - ¿son los poetas llamados a eliminar tristezas? -, me pregunto y no hay respuesta. Todos debieran ser poetas. Salgo a la calle y el sol golpea mi rostro. Es un día de primavera y más tarde hará calor. El ruido de las micros ensordece. El comercio abre sus puertas y yo corriendo como el resto - ¿cuándo dejaré de correr? -. Esta no es la vida de un poeta. Necesito conectarme con uno y no volverme loco. Quiero cambiar la rutina de mi existencia. - ¡Sentirme y ser poeta, esa es mi misión! -. Pero uno de verdad y tal cual fueron Huidobro, Neruda y la Mistral. Añoro el silencio y escribir. Aquí no se puede, de eso estoy seguro - ¡¿dónde está ese lugar?, ¿no hay nadie que pueda aconsejarme?! -.

En esta ciudad jamás encontraré paz, pero vivo en ella y debo aceptarlo. Tengo que llegar a mi trabajo, soy parte de la masa que arrolla todo sin piedad. No sé por qué camino lento y los apurados me apartan de su camino. No existe la magia para ellos, en cambio yo la encuentro en cada esquina. Están los vendedores ambulantes gritando con aire pintoresco. De una podría escribir un verso sobre ellos y los demás no se dan cuenta. Están ciegos, ni siquiera en sueños imaginan que de cualquier cosa surge un poema. De los edificios y calles, incluso del aire que respiramos. La falta de poesía no mata, pero destruye el alma - ¡¿cuándo la gente lo va a entender?! -. No quiero llegar a la oficina. Son años de trabajo, pero me importa un bledo la hora, mi puesto o mi jefe. Renuncio, desaparezco o me voy y para el caso da lo mismo. No resisto la vida sin poesía.

 A unos metros veo gente reunida y me acerco. Entre ellos un hombre lee La Biblia en voz alta. Lo hace con convicción, valentía y noto seguridad en su discurso. No es un poeta, al menos no como los que busco, pero es el más parecido a uno que he visto esta mañana. No teme al ridículo y provoca atención. Unos lo miran como si estuviera loco, otros pasan de largo. Pero también están los que lo escuchan y les llega su palabra.

Me quedo unos minutos y noto algo distinto en mi interior. Luego me alejo y me persigue por cuadras la imagen del pastor. Un impulso irresistible hace que me detenga en medio de la peatonal y abra mi libro en la primera de sus páginas. Comienzo a recitar en voz cada vez más alta y la gente se aglomera a mi alrededor. Veo sus rostros incrédulos, pero me siento libre y como nunca antes. Algo me dice que esta es la poesía que he buscado. La gente me aplaude y eso me halaga. Me piden que siga recitando. Nada me produce más placer. Me emociona que a la gente le guste. No me interesa nada más y esto es lo que quiero hacer sin importar las consecuencias. Recién ahora comprendo lo que es la poesía. El todo o nada y con cada línea, con cada rima me siento más poeta. Soy feliz y es lo único que importa. 

 06-06-2016

Saludos.  

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