Los que me visitan

martes, 11 de febrero de 2025

Un paseo por Roma: Un viaje por la historia, el arte y la belleza.

     Bienvenidos a Un lugar de literatura. Hoy me encuentro en Roma, una ciudad que, más que cualquier otra, nos devuelve a los cimientos de nuestra civilización. Muchos de ustedes ya deben haberla visitado; sin embargo, hay algo en su historia que está latente entre sus ruinas y calles antiguas, que resuena como un eco distante, uno que persiste en el tiempo y nos recuerda los inicios de lo que alguna vez fuimos.
     Regresar a Roma es retornar a los orígenes, a un pasado que vive en la memoria del mundo y que, con cada paso y mirada, nos recuerda nuestra fugacidad. Esta ciudad no es solo piedra y mármol; es testimonio de un imperio que dejó huella en la humanidad, de una cultura que sembró ideas y valores que aún resuenan en lo más profundo de nuestra sociedad. Aquí, donde se erigieron templos y se pronunciaron discursos inmortales, uno no puede evitar sentir la grandeza... y la fragilidad de todo lo humano.

     Para quienes sienten inquietud por desenterrar el pasado y comprender el trayecto de nuestra civilización, Roma es mucho más que un lugar en el mapa. Es un reencuentro con el alma de la historia, una invitación a enfrentarnos con lo que queda de ella y con lo que permanece.

    Los invito a acompañarme en este recorrido y a perderse conmigo en esta ciudad eterna.

     Salgo a caminar y el primer lugar que me recibe es la Fontana di Trevi, ese rincón que, como un susurro del pasado, nos envuelve con su majestuosidad. Esta fuente no es solo una maravilla arquitectónica; es un umbral entre épocas, un monumento que ha presenciado siglos de historia. La Fontana di Trevi, tal como la conocemos hoy, comenzó a cobrar vida en el siglo XVIII, cuando el arquitecto Nicola Salvi emprendió la tarea de dar forma a esta obra de arte en el mismo lugar donde un antiguo acueducto romano, el Aqua Virgo, traía agua pura a la ciudad.

     En su centro, Neptuno, el dios del mar, avanza sobre su carro, tirado por caballos que simbolizan la dualidad de las aguas: las tranquilas y las furiosas, aquellas que sostienen la vida y también las que arrasan con todo. A cada lado, se alzan las figuras alegóricas de la Abundancia y la Salud, recordándonos la estrecha relación entre el agua y la prosperidad. Estos símbolos son ecos de un pasado que supo entender la importancia del agua para la civilización.

     La Fontana di Trevi, con sus formas suaves e imponentes, ha sido testigo de deseos susurrados a sus aguas cristalinas. Es un lugar donde el tiempo se detiene, donde la gente lanza una moneda con la esperanza de regresar pues lanzar ese pequeño metal sella un pacto con Roma. Es la promesa de que esta ciudad no será solo un recuerdo.

     Aquí, en esta fuente que ha resistido el paso de los siglos, Roma respira en cada gota y en cada sombra que proyecta. Es un espacio donde lo efímero y lo eterno se encuentran, donde cada viajero deja una pequeña parte de sí, sabiendo que las aguas de la Fontana di Trevi lo guardarán consigo en su caudal.

     Una vez dejo la Fontana di Trevi, continúa mi camino por la Via del Corso, esa arteria que conecta el corazón de Roma con tantos de sus monumentos. A medida que avanzo, me rodeo de fachadas elegantes, escaparates llenos de moda, calzado y el murmullo de los transeúntes. Esta avenida, que en tiempos renacentistas es testigo de carreras de caballos, conserva en su esencia el latido de Roma: una fusión perfecta entre lo antiguo y lo contemporáneo.

     Al final del recorrido, casi como una aparición, el Altar de la Patria se alza ante mí. Su inmensidad irrumpe en el paisaje urbano, contrastando con el bullicio de la ciudad que lo rodea. Allí está, imponente, un coloso de mármol que se erige como símbolo de unión, tanto para romanos como para quienes llegan de lejos. 

     Decido subir. Con cada peldaño, el ruido de la ciudad parece desvanecerse. Cada escalón me acerca a un panorama desde donde Roma se despliega en toda su magnificencia. Es una verdadera sinfonía de piedras antiguas, ruinas cargadas de historia y tejados que guardan secretos.

     Mientras asciendo, las esculturas y relieves que adornan el monumento me susurran sus historias: Neptuno, Minerva y las alegorías de la unidad y la libertad cobran vida en el mármol. Desde la cima, la vista es sublime. Las cúpulas parecen flotar sobre el horizonte, los campanarios se alzan con firmeza contra el cielo y las ruinas, como guardianas del tiempo, susurran relatos de grandeza y caída. En este momento, comprendo que Roma es un lugar donde lo eterno y lo efímero coexisten en perfecta armonía. La vista no solo es un deleite para los ojos; es también un refugio para el espíritu.

     Al descender, llevo conmigo una sensación indescriptible. Roma, desde sus alturas, me recuerda que aún queda mucho por descubrir, que la historia no solo vive en los libros, sino en cada esquina, en cada paso y mirada que esta ciudad nos regala.

    Continúo mi camino y, entre las calles que respiran historia, aparece ante mí una silueta inconfundible. El Coliseo se alza con la majestuosidad de quien ha visto pasar siglos sin inclinarse. Sus muros, desgastados pero firmes, han sido testigos de la gloria y la caída de un imperio que se creyó eterno.

    Aquí, donde las piedras guardan la memoria de la multitud rugiente, resuenan ecos de otro tiempo. Imagino el bullicio del pueblo romano, la expectación en el aire mientras los gladiadores pisan la arena. Sus miradas fijas, el sudor en la piel, la certeza de que el destino se decidirá bajo el sol implacable. Arriba, en los palcos, el emperador observa, rodeado de senadores y patricios, mientras el pueblo clama y celebra. La arena era el espejo de Roma: grandiosa y despiadada.

    Hoy, el Coliseo es un esqueleto de piedra que sigue de pie con dignidad. La naturaleza ha intentado reclamarlo, pero sus arcos permanecen abiertos, como si aún esperaran a los antiguos espectadores. El viento se cuela por los pasillos donde alguna vez corrieron fieras traídas de otras tierras, y el sol dibuja sombras en la arena donde los gladiadores jugaron su última partida con la vida.

    Recorro sus galerías y siento el peso de la historia en cada grieta de sus muros. Me detengo en el centro, donde una vez se derramó sangre, y en el silencio casi puedo escuchar los aplausos, los gritos, el choque del metal contra el metal. Pero Roma ya no es la misma, y el Coliseo, aunque inmenso, es solo un vestigio de un mundo que ya no existe.

    Sin embargo, sigue aquí. Nos recuerda la grandeza y la fragilidad de lo humano. Porque el Coliseo, más que un monumento, es un símbolo: el de una civilización que construyó maravillas, creyendo que nunca caería. Y sin embargo, lo hicieron. Pero en su caída, dejaron huellas que aún nos enseñan.

    Me alejo dejando atrás esta estructura que, aunque rota, sigue imponente. Roma avanza, el mundo cambia, pero el Coliseo permanece, eterno en su ruina, testigo silencioso del tiempo.

    La Plaza Navona es el alma vibrante de Roma, un espacio donde la historia y la vida cotidiana se entrelazan sin esfuerzo. Construida sobre el antiguo estadio de Domiciano, su forma alargada aún recuerda las competiciones atléticas de la Roma imperial. Hoy, en lugar de gritos de espectadores, resuenan risas, pasos apresurados y el murmullo del agua que danza en sus fuentes.

    Al centro, la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini se impone con su elegancia barroca, representando los grandes ríos del mundo en una coreografía de piedra y agua. A un lado, la iglesia de Santa Inés en Agonía, obra de Borromini, alza su fachada con una serenidad que contrasta con el dinamismo de la plaza.

    Artistas callejeros, pintores y músicos convierten este lugar en un escenario al aire libre, donde cada visitante se convierte en parte de la escena. De día, el sol resalta los tonos cálidos de los edificios que la rodean, mientras que por la noche, la iluminación la transforma en un rincón donde el tiempo se diluye entre sombras y reflejos.

    Navona es más que una plaza, es un espacio donde Roma se muestra sin prisas, donde lo antiguo y lo contemporáneo conviven con naturalidad. Aquí, entre fuentes y fachadas, la ciudad revela su esencia: eterna, acogedora y llena de vida.

    Los cafés que bordean la plaza invitan a la contemplación, donde turistas y romanos disfrutan de un espresso pausado, observando el ir y venir de artistas y transeúntes. En cada rincón, hay una historia por descubrir, desde los antiguos palacios que enmarcan la plaza hasta los pequeños detalles de sus fuentes, donde el agua ha fluido ininterrumpidamente durante siglos.

   Roma se siente. Se desliza bajo la piel como un antiguo recuerdo, un eco de historias susurradas en cada piedra. Y así, dejándonos llevar por la magia de la Ciudad Eterna, llegamos a un lugar que se viste de elegancia y poesía: la Plaza de España.

    Las Escalinatas de la Trinidad del Monte, testigos de siglos de pasos y promesas, se alzan en armonía. A sus pies, la Fuente de la Barcaza, obra de Bernini, parece encallar suavemente entre el bullicio de la plaza, como un recordatorio de que incluso el agua aquí cuenta historias. Pero Roma no solo se admira con los ojos, sino también con el paladar.

    Basta perderse en las estrechas calles que rodean la plaza para descubrir el verdadero corazón gastronómico de la ciudad. Pizzerías que desprenden el aroma de una masa recién horneada, pequeños restaurantes donde la pasta se sirve con perfección y cafés que invitan a detenerse y ver el mundo pasar. Roma se saborea en cada plato, en cada copa de vino, en cada charla pausada que se extiende hasta bien entrada la noche.

    Por último contemplamos el Teatro de Marcelo. Construido bajo los designios de Julio César y terminado por Augusto, este teatro fue en su día el más grande de Roma, con capacidad para más de 20.000 espectadores. Hoy, su estructura semicircular sigue en pie, desafiando al tiempo, como un fantasma de mármol que rivaliza con el Coliseo. 

    Y terminó el día. Roma nunca se agota en un solo paseo, ni en una sola mirada. No es solo piedra y ruinas, sino vida, aroma, sabor y emoción. Siempre queda algo más por ver. El Foro Romano y El Vaticano. El Panteón, que desafía al tiempo con su perfección. Mañana, también nos esperan los Museos Capitolinos, donde la Loba Capitolina de Rómulo y Remo sigue vigilando la ciudad que ayudó a fundar. Tampoco podemos dejar de lado a San Pedro ad Víncula que alberga en su interior al majestuoso Moisés de Miguel Ángel.

    Por hoy, nos quedamos aquí, entre el murmullo de las fuentes, el aroma de la pizza recién salida del horno y el encanto de una ciudad que, aunque eterna, siempre se siente nueva. 

    Porque Italia entera es un museo al aire libre, una obra de arte que no se visita, se vive.

    Saludos.


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