¿Sabías que uno de los mayores escándalos políticos del Chile reciente no estalló por grandes sumas en bancos suizos ni por tramas internacionales, sino por simples fundaciones que, en teoría, debían ayudar a los más vulnerables?
¿Cómo llegamos a esto? ¿Qué responsabilidad tiene el Gobierno? ¿Y cuánto sabía el Presidente Boric de lo que ocurría bajo sus narices?
Lo que empezó con una transferencia irregular en Antofagasta encendió una mecha que hoy alcanza a ministros, subsecretarios, seremis y dirigentes del Frente Amplio. Y que, además, pone contra las cuerdas a La Moneda. Fundaciones como Democracia Viva, Procultura y otras pasaron de operar en la sombra a convertirse en sinónimo de corrupción. Todo esto mientras el discurso oficial hablaba de probidad, transparencia y una “nueva forma de hacer política”.
Este escándalo no solo revela un posible entramado de favores, tráfico de influencias y uso político de recursos públicos: también golpea la legitimidad moral del Gobierno y siembra una pregunta de fondo:
¿Es este el verdadero rostro del progresismo chileno cuando llega al poder?
Lo que comenzó como un caso aislado (según lo dicho por La Moneda) terminó revelando una maquinaria de convenios truchos, amigos bien conectados y fundaciones con más ambición que experiencia. Una estructura que no solo afectó al gobierno de turno, sino que fracturó algo mucho más profundo: la confianza ciudadana en la política.
Todo comenzó como una grieta. Una pequeña fisura en el relato de superioridad moral con que muchos sectores del oficialismo llegaron a La Moneda. Y fue precisamente en el norte, en Antofagasta, donde Democracia Viva se transformó en el punto de partida de un terremoto institucional que aún no cesa.
Corría junio de 2023 cuando se supo que esta fundación, vinculada directamente a militantes de Revolución Democrática, había recibido millonarios convenios desde la Seremi de Vivienda de Antofagasta. La relación entre el entonces seremi Carlos Contreras y Daniel Andrade, representante legal de la fundación y pareja de la diputada RD Catalina Pérez, encendió las alarmas. Lo que debía ser una política pública enfocada en apoyar a los más vulnerables terminó siendo un negocio cerrado entre amigos… y con fondos públicos.
La indignación fue inmediata, pero lo peor estaba por venir.
Pocas semanas después, la ex candidata a alcaldesa de Concepción, Camila Polizzi, irrumpió como protagonista del segundo gran capítulo de esta teleserie nacional. Con una mezcla de desfachatez y amateurismo, Polizzi creó una fundación de papel, sin experiencia previa, que logró captar más de 200 millones de pesos para ejecutar proyectos sociales.
¿El resultado? Boletas truchas, gastos sin respaldo, compras en tiendas de ropa interior y hasta muebles. Lo grotesco alcanzó niveles de caricatura.
¿Y el control del Estado? Bien, gracias.
Cuando se pensaba que el escándalo no podía escalar más, apareció la tercera joya de la corona: la Fundación Procultura. Esta vez con una fachada más sofisticada y vínculos transversales en el mundo político y cultural. Dirigida por el psiquiatra Alberto Larraín, la entidad había venido operando durante años con un barniz de legitimidad. Pero las investigaciones revelaron que también se vio involucrada en convenios irregulares, triangulación de fondos y una gestión absolutamente opaca de los recursos.
Lo que parecía un modelo de integración comunitaria terminó siendo una red de contactos, influencias y aprovechamiento.
Aunque no alcanzaron el nivel mediático de los tres casos principales, otros escándalos también merecen mención:
-
Urbanismo Social, con vínculos a Revolución Democrática, recibió más de $577 millones en el Maule desde la Seremi de Vivienda.
-
Comprometidos, una fundación sin experiencia en servicios sanitarios, obtuvo $190 millones para llevar agua potable a campamentos de Copiapó… cobrando luego a las familias beneficiadas.
-
Fundación de Capacitación y Formación Laboral y Fundación Educacional y de Capacitación, protagonistas del llamado “Caso Manicure” en La Araucanía, donde se habrían asignado $730 millones para talleres que nunca se realizaron, involucrando incluso al ahora desaforado diputado republicano Mauricio Ojeda.
A todas luces, la corrupción atraviesa todo el espectro político.
Estos episodios, aunque menos difundidos, sostienen la tesis de que el modelo de los convenios directos se transformó en una forma de operar, más que en una excepción.
La consecuencia de todo esto es más que evidente: una ciudadanía harta, escéptica y con una fe cada vez más débil en la honestidad de sus autoridades.
El relato de una política nueva, ética y ciudadana se ha visto desdibujado por una práctica que, lejos de erradicarse, se disfrazó con nuevos colores y discursos. La Moneda promete investigaciones, sanciones y auditorías, pero la sensación dominante es que se reacciona tarde y solo cuando la prensa expone los hechos. En la calle, el juicio ya está hecho: todos roban.
¿Y qué sigue? ¿Una comisión, un cambio legal, una disculpa pública, caiga quien caiga?
Puede que sí. Pero lo que no volverá tan fácil es la confianza. Porque cuando hasta las fundaciones creadas para ayudar se convierten en herramientas de lucro y poder, el daño no es solo fiscal.
Es moral. Y es profundo.
Cuando Gabriel Boric asumió la presidencia en marzo de 2022, no solo llegaba al poder un nuevo gobierno, sino una generación entera que prometía hacer las cosas distinto. Jóvenes, universitarios, activistas, exdirigentes estudiantiles. Una camada que hablaba de feminismo, sustentabilidad, transparencia y horizontalidad como si fuera el nuevo evangelio de la política chilena.
¿Y qué nos entregaron?
Fundaciones fantasmas, convenios sin licitación, conflictos de interés, familiares contratados, operadores con mochilas llenas de favores y boletas sin respaldo.
Lo que parecía un recambio generacional terminó por revelarse como una continuación mejor comunicada del viejo clientelismo político. Pero con filtro de Instagram y estética de marcha.
Y aquí es donde la decepción se vuelve más profunda. Porque cuando los que decían representar “la nueva política” caen en las mismas —o peores— prácticas que criticaron con tanta fuerza, el daño es doble: se erosiona la credibilidad de lo público y se disuelve cualquier esperanza de cambio real.
Si este es el estándar ético de los que venían a “refundarlo todo”, uno no puede evitar preguntarse:
¿Qué nos espera cuando esta generación tenga aún más poder, más recursos y menos cámaras encima?
¿Estamos frente a una degeneración temprana del poder?
¿O simplemente esta fue la máscara del mismo rostro de siempre?
Al parecer, la verdadera transformación no llegó con el recambio de rostros, sino con una lección amarga: la juventud no garantiza virtud. La ética no se presume por edad, por carrera universitaria o por bandera.
Hoy los casos se acumulan, las investigaciones avanzan a paso lento, y desde el gobierno se insiste en que esto no define al proyecto.
Pero lo cierto es que sí define cómo se ha gestionado el poder, tal vez durante años. Y la historia lo va a registrar con tinta indeleble.
La ciudadanía, por su parte, ya sacó sus conclusiones.
Y en un país donde la desconfianza crece, quizás lo más peligroso no sea el dinero perdido, sino la fe quebrada. Porque si ni siquiera los jóvenes que venían a cambiarlo todo hacen las cosas como se debe, entonces la pregunta ya no es qué esperar de ellos, sino qué nos queda a nosotros.
Pero además, al final del día, no olvidemos que es fácil culpar a los políticos. Señalarlos con el dedo, llamarlos corruptos, reírnos de sus escándalos mientras pasamos al siguiente meme.
Pero detengámonos un segundo:
¿Quién los puso ahí?
¿Quién les dio el poder?
¿Quién creyó en los discursos vacíos, en las promesas emotivas, en la pose rebelde y bien peinada?
La respuesta es incómoda: nosotros.
Porque en Chile muchas veces votamos con las hormonas. Nos enamoramos del relato, del discurso joven, de la épica universitaria. Creímos que tener menos canas era tener más principios. Y así, confundimos carisma con carácter, y militancia con moral.
Si queremos que la política cambie, no basta con exigir ética desde el sillón. Hay que votar con más cabeza y menos corazón. Con más memoria y menos emoción.
Porque si seguimos eligiendo con las tripas, después no nos quejemos cuando nos roban con las manos.
Saludos.